Villa Adriana
Estanque del Canopio villa Adriana
Fuente del órgano villa d´EsteFuente de Neptuno villa d´Este
Fuente de los cien caños villa d´Este Fuente oval villa d´Este
En villa d´Este
Gran cascada en villa Gregoriana
En plena campiña romana a 36 kilometros de Roma Tívoli, fue lugar de veraneo desde la época clásica. La pasión de Adriano por el arte brilla en su legendario dominio, y el Renacimiento se palpa en la cercana Villa d'Este.
Conquistada definitivamente por Roma en 338 antes de Cristo, Tívoli, Tibur en época romana, fue, gracias a sus condiciones naturales, un lugar de retiro cercano a la capital. Cátulo y Horacio tuvieron allí villas. También Bruto, el asesino de César. En su casco antiguo destacan algunas casas e iglesias medievales. La Rocca Pia, el voluminoso castillo del siglo XV, fue lugar de veraneo de los papas y sus invitados, entre ellos Miguel Ángel y Rafael. Pero Tívoli es famosa por Villa Adriana (distante unos seis kilómetros) y Villa d'Este.
Pasear por las ruinas de Villa Adriana (o Villa Tiburtina), entre petirrojos, árboles centenarios, restos de magníficos mosaicos, fragmentos caídos de cúpulas, estanques y columnas, es un privilegio que permite evocar el esplendor de una época irrepetible.
Adriano fue el segundo emperador hispano-romano, nació en la Bética. Era un erudito, compuso versos y aspiró a la gloria literaria. Entre sus celebradas definiciones, la de la paz: una libertad tranquila. Su pasión por el joven bitinio Antinoo y el sacrificio de éste fueron recreados por Marguerite Yourcenar en su conocida novela Memorias de Adriano. Deificado por el emperador, el culto a Antinoo originó un nuevo ideal de belleza escultórica, caracterizado por la expresión de tristeza serena.
Adriano dejó numerosos edificios. En Roma, su mausoleo, sobre el que ahora se eleva el castillo de Sant'Angelo, y la reconstrucción del contundente panteón de su nombre (o de Agripa) se deben a él. Sus viajes por el imperio le inspiraron Villa Adriana, construida entre 118 y 134 después de Cristo. Desde la entrada, enormes olivos, cipreses y pinos impresionan. Cerca de ella, una maqueta ayuda a imaginar la grandeza de la villa. Paneles en italiano e inglés identifican in situ las ruinas e informan sobre ellas. Su complejidad es tal que lo que sigue no es sino un somero esbozo.
Tras pasar las imponentes murallas, lo primero que vemos es el estanque del Pecile, llamado así por el pórtico de Atenas. Forman el núcleo de la villa el Teatro Marítimo, el Patio de las Bibliotecas (griega y latina), el palacio propiamente dicho y la Piazza d'Oro, así llamada por la riqueza de mosaicos y estatuas allí encontradas. Un poco más apartado, el Estadio y las Termas. A continuación, al sur, el Canopio. Más alejada aún quedaba la Academia, donde se encontró el hermosísimo mosaico de las palomas bebiendo, que por sí solo justifica visitar los Museos Capitolinos de Roma.
El Teatro Marítimo (que no era tal), un canal de agua verde rodeado por un pórtico de columnas jónicas, conforma una pequeña isla circular, compartimentada por unos muros. Su belleza, ligada a la fascinación del agua, atrapa. El patio del palacio conserva aún algunos mosaicos en blanco y negro, de dibujos geométricos. Restos de suelos de mármol y de pinturas, o los mosaicos de colores en la sala de las tres naves, dan idea del lujo con el que se rodeó Adriano, un lujo debido no sólo al tamaño y la riqueza de la villa, sino también al buen gusto.
El Canopio, homenaje a Antinoo, un estanque de 119 metros por 18, es de visita obligada. En invierno, congelado, presas en el hielo las hojas caídas de los robles que lo flanquean por un lado, su belleza se hace aún más misteriosa y sugerente. Con los calores del estío, es una promesa de alivio y frescor. Debe su nombre -el único cierto- a Canope, ciudad unida a Alejandría por un canal de 20 kilómetros. Las cuatro cariátides y los dos silenos originales se guardan en el museo adjunto.
Restaurada por Diocleciano en el siglo III, Villa Adriana sufrió después el abandono, el saqueo y la devastación. Esculturas suyas se reparten por diversos museos, como los Capitolinos o los Vaticanos. Pero vayamos de la fascinación del agua a su apoteosis, de la villa de un emperador romano a la de un jefe de la Iglesia.
Villa d'Este
El cardenal Hippolito d'Este (1509-1572) era hijo de Alfonso I y de Lucrecia Borgia . Gobernador de Tívoli desde 1549, fracasados sus simoniacos intentos de convertirse en Papa, se consoló construyendo la villa que le haría famoso, como a su arquitecto, Pirro Ligorio. Sus sucesores, los cardenales Luis y Alejandro d'Este, continuaron las obras. La villa conoció posteriormente la decadencia. En 1918 pasó a ser propiedad del Estado, que la restauró.
En el patio de entrada al palacio, en una fuente, una Venus recostada exhibe su exuberante cuerpo: ya desde el primer momento se nos avisa de su carácter mundano. El palacio, hoy casi tan desnudo como esa Venus (sólo le quedan las pinturas), estuvo lleno de esculturas clásicas, de las que Hipólito era un compulsivo coleccionista.
Hubo que expropiar casas, realizar desmontes para construir el costosísimo jardín diseñado por Giacomo della Porta. A este modelo de jardín italiano, que Fragonard pintó y que inspiró a Liszt, se desciende a través de senderos flanqueados por setos de mirto. Las avenidas, perpendiculares a los estanques y a las Cien Fuentes, pretendían crear una perspectiva que, desde la antigua entrada principal, enfrente del Bicchierone atribuido a Bernini (la fuente en la que un gran cáliz es sostenido por una enorme concha) y la fuente de los Dragones, centrara el palacio, un poco desplazado, y aumentara la sensación de profundidad. Desde las dos logias del palacio, o desde el jardín, se abarca toda la llanura del Lazio, con Roma al fondo.
Cada cual es aquí libre de buscar su rincón, fuente o estatua preferido: el Pegaso, sobre la Sibila de la fuente del Oval; la Centaura, de cuyos voluminosos pechos salen dos chorros de agua, o las grutas, ejemplos de naturaleza domesticada: cariátides, mosaicos, bóvedas de crucería, dialogan con la roca, la vegetación y el agua. Es impresionante contemplar desde la terraza superior como se eleva el agua de la fuente de Neptuno, blanca y cambiante, contra el sol, era algo que no cansa. Fácil resultaría coincidir en el gusto por el espectacular y romántico camino de los Cien Caños, que va de la fuente del Oval a la Pequeña Roma. Las fuentes, de las que D'Annunzio escribió que 'hablan suave y despacio como bocas femeninas', estaban revestidas de mármoles; hoy, el musgo y las plantas les dan un encanto diferente.
Hipólito consiguió eternizar el nombre de su familia en parte por algo que no imaginaba: el tamaño alcanzado por algunos de los árboles. Los cipreses pasan por ser los más altos del mundo, aunque, sin ir más lejos, los de Villa Adriana no les andan a la zaga.
La fuente del Órgano tiene un órgano hidráulico que llena de música el jardín; en la de los Pájaros aparecían regularmente un búho que ululaba y unos pájaros que cantaban; había otra, en fin, de apariencia inofensiva, que de pronto salpicaba a los mirones... Divertimentos, por otra parte, que contribuyen a imaginar el mundo frívolo y hedonista de este alegre cardenal. Olvidemos sus pecadillos, y agradezcámosle el que, si nos acercamos a Tívoli, podamos disfrutar por unas horas del murmullo y la fascinación del agua, de las fuentes, surtidores, estanques y cascadas que sufragó para su placer y mayor gloria de la ferraresa casa de Este.
Para quien ya conozca la Ciudad Eterna, estas dos villas se convierten en una de esas tentaciones en las que lo imperdonable sería no caer.
Por último, la villa gregoriana que debe su nombre al Papa Gregorio XVI conforma un frondoso bosque de exuberante vegetación surcado por un río que cruza un enorme cañón de 60 metros de profundidad para, finalmente, caer desde 120 metros de altura. Es la Grande Cascata.
Una visita por Tívoli nos reportará una buena dosis de historia, y nos hará conocer un poco mejor el lujo de dos épocas bien distintas pero muy importantes.
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