Francisco Lorenzo

Francisco Lorenzo

jueves, 9 de octubre de 2008

Hoy se cumplen 41 años del asesinato por la CIA del CHE


Es 9 de octubre de 1967, prisionero desde el día antes en la pequeña y desconocida escuela de La Higuera, impartió su mejor clase de Historia. Los terroristas confesos que lo asesinaron por órdenes expresas de Washington jamás imaginaron que un hombre de solo 39 años de edad pudiera multiplicarse tantas veces, para nacer a cada instante en todos los confines del planeta.

En presente y futuro, porque del Che jamás se podrá hablar en pasado, pues sigue convocando a los oídos receptivos a esta marcha unida en la cual no cabe más alternativa que su frase que retumba con la fuerza de un eco universal y unánime: ¡Hasta la victoria siempre...!

Como escribió Mario Benedetti en su poesía. de la que ahora me baso para armar estas palabras, “eres nuestra conciencia acribillada”, y si que lo eres. Las balas no fueron para ti solamente, fueron para todos los que peleaban por un mundo mejor, las balas no acallaron una voz enferma, sino que acallaron las voces de tantos hombres y mujeres que sufren a diario, las voces inocentes de tanto niño explotado, de tanta barbaridad y temeridad en el mundo. “Estás muerto, estás vivo, estás cayendo, estás nube, estás lluvia, estás estrella”, porque estas siempre mi comandante.
Relato de los hechos :

En la medianoche del 8 de octubre, hubo que poner orden entre un grupo de rangers que borrachos y enardecidos amenazaron con asesinarlo. Para mantenerlo con vida se responsabilizó de su custodia a cuatro oficiales. Cuando le tocó el turno a Mario Eduardo Huerta Lorenzetti, el Che sostuvo con él un amplio diálogo que causó una fuerte impresión al joven militar de 22 años, quien le buscó una manta para protegerlo del frío y hasta le puso en la boca un cigarro, porque el jefe guerrillero tenía las manos atadas a la espalda. En un momento dado el Che le pidió que lo desamarrara y que lo ayudara a evadirse. Huerta tuvo miedo y no actuó. Contó después que el Che lo miró fijamente sin pronunciar palabra y no pudo sostenerle la mirada.

El testimonio forma parte de una acuciosa reconstrucción de los hechos plasmada por los investigadores Adys Cupull y Froilán González en el libro La CIA contra el Che, donde se demuestra que la orden de matar al Guerrillero Heroico vino de Washington.

El texto recoge también la llamada hecha en las primeras horas del día 9, por el entonces ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia en Washington, Walter Guevara Arce, al presidente Barrientos, donde le dijo que le parecía vital que se conservara la vida del Che. “Es necesario que en este sentido no se cometa ningún error, porque si así fuera, vamos a levantar una mala imagen que no la va a destruir nadie en ninguna parte del mundo”. Y recomendaba mantenerlo preso en La Paz “porque las gentes se pierden cuando están en las cárceles, pasa el tiempo y después se olvidan”.

La respuesta no se hizo esperar: “Lamento mucho, doctor, su llamada ha llegado tarde. El Che Guevara ha muerto en combate”.

Tal fue la mentira propagada por el régimen para ocultar su asesinato poco después de la una de la tarde del día 9 de octubre.

La actitud brutal y desvergonzada del ejército y de los agentes de la CIA que tomaron parte en los hechos contrastó con el comportamiento respetuoso del pueblo hacia los guerrilleros.

El propio Che, al ser descubierto cuando trataba de salir de la Quebrada ayudado por Simeón Cuba (Willy), recibió un culatazo en el pecho y no fue baleado entonces porque el joven líder minero se interpuso y gritó con voz autoritaria: ¡Carajo, este es el Comandante Guevara y lo van a respetar! En la escuelita de La Higuera el Che sufrió maltratos y el dolor de ver tirados en el suelo los cuerpos sin vida de los caídos en combate: el boliviano Aniceto Reinaga, y los cubanos Orlando Pantoja (Antonio) y René Martínez Tamayo (Arturo), además de la impotencia al prohibírsele atender al cubano Alberto Fernández Montes de Oca (Pachungo), quien agonizó hasta morir. Allí fueron asesinados Willy y el luchador peruano Juan Pablo Chang Navarro.

Días después, en un punto cercano a los ríos Grande y Mizque, en la zona conocida como Cajones, 145 soldados se ensañaron con los guerrilleros que habían escapado de la Quebrada del Yuro, de los cuales tres estaban muy enfermos. El cubano Octavio de la Concepción y de la Pedraja (Moro); los bolivianos Jaime Arana Campero (Chapaco) y Francisco Huanca Flores (Pablito), y el peruano Lucio Edilberto Galván Hidalgo (Eustaquio), a pesar de su deplorable estado físico, combatieron hasta que se les acabaron las balas. El Moro murió y los demás, heridos, fueron ametrallados.

Mientras en el hotel Santa Teresita de Vallegrande los uniformados y los miembros de la Agencia Central de Inteligencia involucrados en la muerte del Che y sus compañeros festejaban su miserable acción y el agente de la CIA Félix Ramos abría una botella de whisky para brindar, en el caserío de La Higuera el sacerdote oficiaba una misa en homenaje a los asesinados, a la cual los vecinos asistieron en medio de un impresionante silencio y portando velas. “Este crimen nunca será perdonado”, expresó el religioso.

El cuerpo del Che fue expuesto el 10 de octubre ante los pobladores de Vallegrande, quienes desfilaron ante él en silencio. Ese mismo día a las once de la mañana, en una conferencia de prensa fue mostrado su diario y reiterada la mentira de que el Che había muerto a consecuencia de las heridas recibidas en combate. Pero el crimen no pudo ser ocultado, y al conocerse estremeció al mundo. Los verdugos no habían podido matar el legado de aquellos hombres sintetizado en el mensaje del Che a la Tricontinental (organizacion de solidaridad de los pueblos de Africa, Asia y Latino America) : “Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo... En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo...”

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